09 septiembre 2005

En defensa de Gautama Fonseca

Desconozco quien es el autor de este artículo pero lo suscribo por completo.
He sido uno de los afortunados en conocer a D. Gautama Fonseca y debo decir que él es uno de los hondureños, hay otros, que más me impactó y cautivó; y como consecuencia de ello, que me hizo apreciar las bondades singulares de Honduras y por ello mi lucha para que las cosas cambien.
El que pretendan enjuiciarlo mientras los verdaderos corruptos, sinvergüenzas y narcotraficantes que controlan el país andan sueltos por las calles de Hibueras es una afrenta a la dignidad de esta atormentada Honduras.
En esta ocasión especial, me atrevo a pedir a todos aquellos que reciben mis correos, que si creen lo mismo que pierdan el miedo y que me envien su adhesión al Sr. Fonseca para hacerla llegar a las instancias que correspondan.
Por esto y por muchas más cosas es hora de que los hondureños demuestren su hombría y se dispongan a rescatar su Patria.

En defensa de Gautama Fonseca

No tengo duda que Gautama Fonseca no requiere de mi ayuda. Ni la de nadie. Tal vez sólo la de Dios, porque él se basta a sí mismo. Es valiente hasta la temeridad; y orgulloso sin límite. Pero callar en este momento en que quieren amedrentarlo, --así como han llenado de miedo a los hondureños de las principales ciudades, con finalidades de instrumentalizar con fines electorales sus capacidad de escoger a sus dirigentes-, es un error que no voy a cometer.

Por ello quiero en esta hora en que le acusan, mientras los otros andan sueltos –y que sí deben ser habituales huéspedes de cárceles especialmente construidas para ellos en las Islas del Cisne– quiero que sepa que estoy a su lado, que no creo que haya cometido delito alguno cuando, usando métodos poco ortodoxos para los exigentes operadores de justicia, quiso servir a los más altos intereses de nuestra colectividad.

Gautama Fonseca no es un hombre común. Por ello no es fácil manejarlo, dominarlo o utilizarlo. Tiene una innata vocación por la libertad, un intacto sentido de la justicia y una indomeñable admiración por la moralidad. La ajena; y por supuesto, la suya. De ahí que no le niega discusión a nadie, cuando se trata de defender sus convicciones, crear un espacio de rico diálogo y construir un trampolín para el sueño por una patria mejor.

Pero no todos saben que tras esa apariencia hosca, hay un gran corazón. Que tras esas frases cortantes y frías, se mueve una sensibilidad dispuesta al encuentro fraterno, a la animación humana y a la rica convivencia enriquecedora. Y, mucho menos, que se trata de una personalidad leal con sus amigos, que vive dedicado al compromiso con la verdad y al cultivo de las ricas esperanzas del futuro.
Lo conozco desde muchos años. Y como nunca creí que era un hombre amenazante, pude acercarme a su entorno, con la mayor naturalidad, para abrevar su talento y gozar de su ácido sentido del humor, alguno del cual tuve que sufrir en carne propia como parte de mi propia formación como hombre dispuesto a enfrentar las más agresivas embestidas. Por ello aprendí a valorar sus virtudes, a aprender mucho de su capacidad de memoria y gozar de primera mano su habilidad para narrar acontecimientos históricos en los que Gautama Fonseca fue participante de primera línea. Cuando escribí "El Asalto al Cuartel San Francisco", ocurrido el 1 de agosto de 1956, debí consultarle. Sin embargo creí que, por estar procesado y encarcelado por el dictador Julio Lozano Díaz; y después asilado en la Embajada de Chile, no contaba con suficiente información de primera mano como la que necesitaba para el libro. Una vez que lo leyó, me dijo –con la seriedad que atemoriza a más de alguno– que tenía buena información, que podría usar cuando hiciera la segunda edición. Cosa que estoy seguro que haré el próximo año, en vista que la primera edición se ha agotado totalmente.

Pero hay algo que me seduce de Gautama Fonseca: su menosprecio por la mediocridad que tanto abunda entre nosotros. Y por supuesto su capacidad para la burla fina por los encumbrados doctores, muchos de los cuales no son más que simple diletantes. O viajeros irredimibles, tras diplomas y créditos educativos, económicamente facilitados por una oferta voraz y aprovechada.

Esa es la causa por la que, cada vez que nos encontramos nos saludamos, atribuyéndonos el título de doctores. Hace un tiempo, nos decíamos doctorcito; pero luego nos dimos cuenta que la burla, debía tener todas las características de la seriedad que caracteriza a las mejores de su especie. De esa manera evitamos que los mediocres, elevados a las falsas alturas de la academia, creyeran que nos disminuíamos ante sus inventadas celebridades.

Sin embargo hay que tener cuidado. Porque uno se puede quedar en la superficie de una personalidad simultánea y contradictoria, sencilla y compleja. Es fácil caer en el engaño; o entrar por la puerta falsa de un hombre sugestivo, interesante y evocador. Porque Gautama Fonseca, como no es fácil acercársele, tampoco es fácil penetrar en sus interioridades más profundas. De ahí que halla que plantarse firme frente a él, para descubrir por ejemplo, su enorme amor por Honduras, su disposición –hasta el sacrificio si ello fuese necesario- por honrar a sus amigos y su obstinación para enfrentarse, sin armas incluso a las más fieras y amenazantes fuerzas del mal.

Pero desde la cólera y la indignación, Gautama Fonseca puede ascender hasta el afecto por las flores, al domesticado sonido de las palabras sometidas al látigo de los poetas; y la buena mesa, para degustar su plato favorito. O catar un vino guardado con amor y cariño por sus amigos. A mí me gusta verlo así: recitando a Neruda. O negándome que alguna vez le escribiera versos públicos a la mujer de sus amores definitivos: Sidalia Batres. Siento que era necesario decir estas cosas. No porque le sirvan de nada a Gautama Fonseca que, como expresé, no tiene necesidad que lo defienda. Y mucho menos yo, que no tengo su fuerza, su formación y su talante. Sino que para decirle a sus enemigos que están frente a un hombre de verdad. Que si Julio Lozano el dictador que los enemigos de Carías y de Villeda Morales, inventaron para negarle al pueblo la conquista de sus derechos, no pudo amedrentarlo; ni echarlo a correr, ellos no podrán con quien, más que un hombre, es un carácter. Más que un simple ser humano, es una bandera de dignidad, desplegada a viento, para derrotar el miedo y para anunciar la libertad humana.