27 julio 2007

LA DIGNIDAD: Animal en extinción.

Eduardo Bähr

Las últimas decisiones de la política exterior hondureña tienen a la población orillada en dos bandos en los que lo que menos se menciona es la palabra 'dignidad'.

Como se sabe, la dignidad es la necesidad de reconocimiento por parte de la sociedad, de la autoridad, de los amigos, de los familiares y de determinado círculo social por haber hecho bien las cosas. Se basa en sabernos merecedores de respeto; para sentirnos libres, con esa libertad que nos permita actuar de manera consecuente y por lo tanto capaces de desarrollar cualquier trabajo y lograr cualquier meta. Nos procura equilibrio emocional; refuerza nuestra personalidad, fomenta la sensación de plenitud y de satisfacción. Es el valor intrínseco y supremo que tiene cada ser humano, independientemente de su situación económica, social y cultural, así como de sus creencias, su condición étnica o su ideología.

Demostramos dignidad cumpliendo honestamente con nuestros actos y nadie nos se la puede quitar bajo ninguna circunstancia. Los hombres y mujeres que lucharon y luchan por mejorar las condiciones de vida de la humanidad han tomado siempre en cuenta a la dignidad humana. Por ello los pueblos parten de la dignidad, obtenida a toda costa, para poder mostrar ante el mundo una identidad colectiva que merezca respeto por parte de todos los países y gobiernos.

En sociedades como la nuestra, desde la Conquista hasta la actualidad, el subsistema clasista y excluyente que nos gobierna no reconoce ni respeta la dignidad de las personas. Por eso la 'identidad nacional' hondureña no es más que la vitrina de un país de mendigos; de una enorme masa de seres depauperados y despreciados; de una sociedad que depende de espurios triunfos deportivos para sentir una vacua felicidad; de una colectividad que vive hundida bajo el influjo de medios de comunicación manipuladores; del consumismo desesperado, del alcoholismo conducido, de la explotación y de la droga, esta última como carta de ciudadanía, inmune, impune.

En países como el nuestro el subsistema obedece con reacciones eléctricas ante las intervenciones muchas veces cínicas del embajador norteamericano de turno para sentir que se es aceptado, envisado, protegido. Algunos de estos diplomáticos han sido verdaderos procónsules arreadores de catástrofes, casi siempre en perjuicio de la población inocente (Negroponte halaba los hilos de la guerra contra Nicaragua desde Honduras como halaba la jáquima del gobernante hondureño del momento). Algunos, tentados por el dedo de la conmiseración, han reaccionado molestos: "¡La justicia en este país es una víbora que muerde sólo a los descalzos…!". Pero cuando el embajador se entromete en los asuntos internos del país la clase política tiembla y la economía 'corre peligro'. Por eso es que cuando un gobierno desea legitimar su derecho de volcar su política exterior con el derecho que le asiste, las 'voces agoreras', los locutores asalariados, los voceros improvisados, los escritores columnistas y los amanuenses salidos de lámparas mágicas pegan el grito en el cielorraso de su conciencia, como si ésta fuera la conciencia de la identidad nacional. Se refieren con temor a un aliado que siempre ha sido su amo; que ha vivido vilmente de la miseria de un pequeño país manteniendo económicamente los acuerdos a su favor. Acuerdos comerciales, acuerdos mineros, acuerdos de privatización; como lo hace con todos los países que están bajo su órbita, para que su estilo de vida se mantenga en perecedera calma.

Cuando un gobierno maneja sus relaciones exteriores con cierto asomo de dignidad, el subsistema pone a funcionar todos sus mecanismos de arrasamiento, periodísticos, religiosos, económicos. Trata de producir el pánico en la gente: "¡Nos llevan hacia el camino equivocado!", "¡El país va a sufrir deportaciones masivas!", "¡Va a haber privaciones!". Como si las privaciones, el hambre y la miseria del 60% de las niñas y niños de nuestro país no fuera la moneda de cobre que rueda por el piso de tierra de sus covachas desde hace cinco siglos, todos los días en los que sobreviven, todo el tiempo que les falta para morir de inanición.

Es difícil hacer conciencia en un pueblo acostumbrado a votar cada cuatro años por sus propios enemigos; a mantener en un pedestal de respeto inmerecido a cuatro o cinco familias todopoderosas, avorazadas; a matarse por una clase política cínica en su lujo hedonista y vulgarote; a identificarse con partidos políticos tradicionales que se han engordados con la miseria humana, con la masa que le prodiga sus votos como quien lanza miradas de auxilio y de lamento. Pero cuando los pasos de su gobierno están orientados hacia el logro de la dignidad; hacia una independencia real, aunque solamente sea ética e ideológica, es necesario que se tome conciencia de que por allí se llegará; por el callejón en el que se reciben las patadas y los vituperios, hacia el difícil logro de la identidad nacional.

La dignidad es el fundamento de los derechos inherentes al ser humano. Que las personas no tengan precio, sino dignidad. Que la dignidad sea el valor central del que emanen la justicia, la vida, la libertad, la equidad, la seguridad y la solidaridad, que son las dimensiones básicas que, en cuanto tales, se convierten en valores y determinan la existencia y legitimidad de todos los derechos reconocidos, sobre todo el derecho de existir como seres humanos y no como animales.

Si finalmente todo lo anterior se nos hace imposible, todavía nos quedará el recurso de imitar a nuestro alter ego preferido, los Estados Unidos de Norteamérica y procurar, como lo hace este país, relaciones de todo tipo con todos los países del mundo… Sin pedirle permiso a nadie; esto es, con dignidad.

Tegucigalpa, 26 de julio de 2007.