21 abril 2006

Entre la espada y la pared

INTRODUCCIÓN.
Me he resuelto a escribir esto que considero ser uno de los episodios más interesantes, de un hasta ahora en proyecto libro de mi vida, con la intención de que les sirva a los hondureños que se encuentran en las mismas circunstancias en que me encontré yo, allá por los años cincuentas, asediado por las tres "Ds": desposeído, desilusionado y... desesperado.

A esos que están confiados en solucionar el problema por medio de emigrar, para venir a hacer los "fáciles" dólares a los Estados Unidos, quiero advertirles que no hay tal cosa de dólares fáciles. Eso es una falacia que errónea y desdichadamente se ha propalado entre la ciudadanía hondureña. En este país nada es fácil si se de-
sea obtener honradamente, sin embargo, no se puede decir lo mismo con respecto al enriquecimiento ilícito, lo que, dicho sea de paso, también abunda en este país para algunos de leche y miel.

Para aquellos que estén considerando venirse para acá con o sin papeles, y que vienen en busca del "sueño" honradamente y dentro de los cánones de la ley, les recomiendo que observen la regla básica de la lengua: entre más inglés sepan, menos difícil será la lucha. Entre más inglés sepan, menos escollos encontrarán en el camino, o lo que es lo mismo: entre menos inglés sepan, mas cruenta y penosa será la batalla y es muy posible que les toque llegar a la encrucijada que se considera ser, el hecho de llegar al momento en que se duda en la sobriedad de la determinación, de haber dejado de padecer calamidades en Honduras, para venirse a pasarlas acá.

A aquellos que están contemplando venirse para agregarse a las hordas del bajo mundo, les advierto que consideren que aquí la justicia es implacable y aunque no deja de tener cierto parangón a la hondureña, en ciertos aspectos, generalmente es inflexible e inclemente, más que nada, que no se les olvide que aquí existe la pena de muerte.

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Jamás se me olvidará aquel terrible día en el que sintiéndome vencido y aniquilado, me encerré en mi cuarto-dormitorio, y arrodillándome al pie de mi lecho, me puse a rogarle a Dios por su ayuda. Nunca antes en mi vida me había sentido tan desesperado y desamparado. Creyente que era y que soy de Dios, nunca había confrontado una situación tan angustiosa, en la que me viera irremediablemente obligado a acudir al último, pero quizás más seguro recurso que tenemos los humanos - la piedad y generosidad de Dios.

Al principio insistí en creer que aquel incidente, más que un milagro, era una simple coincidencia. Dios no se mete en las trivialidades de nosotros los humanos, como ser supremo que es, regula y dispone pero no participa en carácter individual ni incidental mucho menos, en los problemas personales de sus criaturas. Al menos que, sinceramente, nos arrepintamos y le "llamemos la atención" hacia nuestras cuitas, Dios no se meterá con nosotros y más cuando no somos constantes en nuestras obligaciones con Él, y no cumplimos sus mandamientos.

Por lo menos, así era como yo pensaba antes de aquella crisis, que me había obligado a acudir a su misericordioso auxilio, aquel memorable día en la loma aquella en donde vivía con mi familia en San Bruno, California.

Todavía en el largo proceso de recuperación, ocasionado por la maldad de dos criminales, que a la hora de cerrar el taller de cosmetología, que le habíamos comprado a un alemán, la asaltaron y le robaron, estaba mi esposa cuando la compañía en la que yo había conseguido empleo como contador, decidió moverse a Fresno. Uno tras otro, habíamos en corto tiempo, recibido dos golpes mortales - perdimos el negocio de mi esposa y yo perdí mi trabajo, el primero que había conseguido desde que me desembarqué.

De repente, nos dimos cuenta que nos encontrábamos en un país extraño, lejos de Honduras, sin amigos y... ¡sin trabajo los dos! Una situación realmente desesperante, que no hubiera sido de proporciones tan desastrosas, si no hubiéramos tenido nuestros hijos pequeños de pan en mano. Mi paga de desempleo del Estado, apenas nos alcanzaba para evitar tener que morirnos de hambre. ¿Y la renta? ¿Como pagaríamos los otros numerosos gastos incidentales?

Recién emigrados, no teníamos ahorros y apenas contábamos con una cuenta de cheques de la que ya habíamos agotado los fondos, cuando perdimos el negocio. Inexpertos e impreparados como solo pueden estar, dos "cimarrones" hondureños trasplantados de las selvas tropicales, el aseguro del negocio, por no saber hacerlo, resultó nulo cuando quisimos reclamar. "Esa clase de contingencia no está cubierta", nos dijeron y cuando tratamos los medios legales, el abogado nos dio la mala noticia de que solo teníamos un cincuenta por ciento a nuestro favor, y para empeorar las cosas, el fallo del caso, de acuerdo a las leyes de California, era un proceso prolongado que tomaría meses y hasta años. Optamos por no reclamar y ampararnos en vez, con la ley de Bancarrota que aquí se conoce como "Chapter 13".

Fue así, pues, como casi de la noche a la mañana, se había escurrido por entre los dedos de nuestras inexpertas manos, el "sueño" cuya realización ya hacíamos tan segura. Se apoderó el pánico de nosotros, al punto que nos sentimos, mi esposa y yo, en medio de un océano hostil rodeado de hambrientos tiburones. Aunque mi esposa nunca me lo dijo, yo presentía que ella, al igual que yo, se sentía desesperada. No tenia que habérmelo dicho, sus ojos la denunciaban. Los dos, tratando de tenernos mutua consideración, estábamos haciendo todo lo posible, por jugar el inútil papel de dos mentirosos que no podían ni sabían mentir. A pesar de todos nuestros esfuerzos por disimular, no podíamos evitar sentir que estábamos entre la espada y la pared.

De repente, nos encontrábamos en medio de una de las peores crisis que se puede experimentar en un país extraño, lejos de familiares y amigos. Evitando alarmar a nuestros pequeños hijos, nos sentábamos mi esposa y yo, alrededor de la mesa de nuestro comedor a planear la siguiente movida, cuando ya estaban dormidos. Recuerdo la ansiedad con la que esperábamos que el teléfono sonara, y que fuera la llamada de algún prospecto de empleador, respondiendo a alguna de las cartas de solicitud de empleo, que habíamos enviado por correo.

Así mismo con igual intensidad, esperábamos también al cartero solo para descubrir que así como no llegaba ninguna llamada, tampoco el cartero nos traía la carta que esperábamos. Pasaban los días que se hacían tantos y tan largos, y no podíamos anticipar el final de aquella incertidumbre infernal, que ya nos parecía eterna. Fue en uno de esos momentos en que reparé que a mi esposa y a mi, en nuestra zozobra y ansiedad, se nos había olvidado algo muy importante y crucial, se nos había olvidado encomendarle a Dios nuestro problema.

En silencio recriminé mi fatal descuido, y sin anunciárselo a mi esposa, inmediatamente fui a nuestra habitación y cerrando la puerta detrás de mi, me arrodillé y más que pedirle al Todopoderoso por un trabajo, recuerdo que le pedí perdón por mi negligencia. Por no haber pensado que a Él era el primero a quien debiera haberme dirigido.

Ahora que llego a la conclusión del relato de este extraño incidente, se que al leerlo habrán quienes piensen como yo al principio sospeché, que todo fue obra de una mera coincidencia. Bueno, que piensen lo que quieran. Yo pensaré hasta el último día de mi vida, que fue la respuesta de Dios a mi petición, que al día siguiente recibiera en el correo de la tarde, una carta de una compañía en Brisbane, dándome instrucciones y concertando una entrevista, que envolvía la oferta de un trabajo en contabilidad, en una oficina a unos pocos kilómetros de mi casa.

Hoy, más que nunca, estoy seguro de que sí fue aquella una situación de estar entre la espada y la pared, no obstante, lo que no sabia y de lo que me di cuenta después, fue que aquella no era una pared cualquiera, era la mano de Dios, nada más que mis ojos ciegos no podían verla.

Héctor A. Castillo